En 1974, acompañé a Charles en una gira por Sudamérica. El clima político en Brasil, Uruguay y Argentina era tan escandaloso, los gobiernos tan opresivos (incluso el teatro de improvisación infantil estaba censurado en Brasil), la policía y los agentes migratorios tan amenazadores, que teníamos ganas de regresar a la tierra de Richard Nixon, con todas sus fallas. En Brasilia —una capital extraña, como del otro mundo, salida de la densidad de la jungla que la rodeaba, a millas de la vida tumultuosa de las ciudades ordinarias— los oficiales de gobierno que conformaban la mayor parte de la población eran infelices, vivían en un estado de exilio esperando solo a ser enviados a casa. Esta ciudad fría, vacía, con sus edificios abstractos y sus grandes plazas de concreto estaba extrañamente desprovista de cualquier verdor o cosa viviente, a pesar de la proximidad de la jungla. Bien podría haber caído entera desde otro universo en una noche de fuerte viento. Me recordaba a las viejas tiras cómicas de Buck Rogers, con sus primeras fantasías espaciales.