Desde el momento en que una persona era ingresada al circuito de la desaparición, fue transformada en un sujeto suspendido, un detenido-desaparecido. Esta forma de la violencia de Estado no estuvo determinada por el tiempo. La radicalidad de este dispositivo represivo estuvo dada porque él mismo produjo una nueva experiencia del tiempo. Su acción sobre un conjunto histórico-social, las técnicas aplicadas a los cuerpos, los espacios donde los sujetos fueron confinados, la determinación final sobre los sujetos, sobre los cuerpos, produjeron esta nueva experiencia. La desaparición forzada fue, en primera instancia, una acción que buscó suspender al sujeto de su estructura histórico-social: suspenderlo de su mundo. Las técnicas que fueron aplicadas al cuerpo de las y los desaparecidos, desde el momento mismo de la aprehensión, estuvieron dirigidas a su sometimiento a través de la ruptura de las relaciones espacio-temporales más inmediatas, desfondando su realidad. Esta suspensión produjo una nueva experiencia del tiempo. Hacia dentro, un tiempo infinito. No hay criterios para mensurarlo, incluso el criterio último parece desvanecerse: la definición sobre la vida y la muerte, de la cual la persona detenida-desaparecida se encuentra igualmente suspendida. Hacia fuera, en ese mundo fracturado por la acción de la desaparición, el tiempo producido es indeterminado, a la espera de ser reinstaurado: un día, un mes, un año, la vida entera.