Una novela fantástica, estremecedora, en la que se combina el terror sobrenatural con el horror social de la vida en América Latina.
Que increíble novela, macabra, cruel, bellamente grotesca como lo es la vida aquí representada por la selva y como destruye a la mujer desde que es madre y engendra a su hija, me encantó!
Terror terrenal, selvático, polifónico. En El cielo de la selva varias mujeres de una misma familia llevan la voz cantante: abuela, hijas, nieta, una extranjera, el coro de los nietos. Y el argumento es simple, aunque está envuelto en la niebla del misterio y hay que irnóslo ganando a través de los capítulos, fragmentados debido a la psique de sus personajes y a los ocasionales saltos en el tiempo.
“Nada hay vedado para el hambre, nada sagrado, nada que no se pueda morder.”
Básicamente, en El cielo de la selva una madre huye de su hogar debido a la violencia y se instala en una hacienda abandonada, a mitad de la selva. Un milagro, podría decirse. Sin embargo, pronto se da cuenta que es más bien una maldición, una trampa bien puesta para las incautas, pues para poder sobrevivir, la selva -ente incomensurable, voraz, de lengua larga y humeante-, exige a cambio un sacrificio. Y, tras llegar a ese nuevo hogar, la selva ya no les permite marcharse.
Como resultado, las mujeres de esta “familia” deben entregarse a un terrible pacto: embarazarse, parir, alumbrar, y llegada la hora, matar a los infantes en la selva. Un sacrificio en toda regla: solo así sobrevivirán. Por supuesto, esto solo queda claro pasado el primer tercio del libro: habrá que ir avanzando a tientas hasta comprender de lleno lo que está pasando. Y el horror se acrecenta con cada nueva revelación.
Por un lado, me encanta el lirismo que desarrolla Vilar Madruga. A mí me fascinan los textos que experimentan con el lenguaje, que se zambullen por completo en una prosa poética. Y El cielo de la selva es la perfecta definición: su prosa es lírica, brutal y oscura, mensajera de una cosmogonía selvática más allá de la comprensión. Leerla, desde este punto de vista, es un placer:
“Secreta oscuridad es la unión de la noche y la selva. Para mirarla sin espanto hay que tener los ojos demasiado grandes, como los de Santa, que no es una mujer, sino un par de ojos pegados a las cuencas de un rostro. Camina por los pasillos a ciegas, sin nada que arroje una luz ínfima, y contempla la belleza que existe cuando la luna parece vomitada por la boca de los árboles y asciende luego, gorda y llena, luna preñada, hasta llegar al borde del mundo.”
Además, me parece atractiva la propuesta de la autora de empezar cada capítulo con las mismas palabras con las que termina el capítulo anterior. De esta manera, Vilar Madruga genera un sentimiento de continuidad, pero más importante aún, cimenta su decisión de volver esta historia una cíclica. Una pesadilla sin final, como buena novela de terror.
Y es que esta novela, más que avanzar, da vueltas, tanto sobre su propio lenguaje lírico y apuesta artística como alrededor de su argumento y su prosa. Muchas veces creí ya haber leído una misma oración, para darme cuenta que esta estaba “parafraseada”. Se reutlizaban las mismas frases sobre la oscuridad, la niebla, el calor, las mandíbulas y la selva.
Claro, esta es una intencionalidad; cuestión de estilo. Presiento que la autora quiso llevar a sus límites la voz de esta novela, pero sí llega a ser cansado.
Es debido a esto que la novela se emparenta con la selva que la alumbró: ambas son densas, aparentemente infinitas, saturadas de sí mismas. Ambas atrapan a sus presas con la tentación de sus frutos jugosos y parajes frondosos, en donde cualquiera puede perderse.
Acá no falta nada: no solo está el genocidio de niños, el sacrificio ritual, la traición y el secreto; sino que también hay prostitución, asesinato de sexoservidoras, embarazadas con adicción a la cocaína, fantasmas, perros cocinados, y por si faltara poco, canibalismo. El rubro del asesinato de las crías me parece el mejor desarrollado, y el único que sí es indispensable a la novela.
No obstante, esto también presenta una problemática que a mí, personalmente, sí que me da comezón: la tendencia -invicta, hasta el momento-, de que los libros latinoamericanos de gran popularidad se centran en torno a la violencia y parecen exacerbarla hasta el grado de lo insoportable.
La pesadilla, como digo, nunca termina. No es hasta el final que comprendemos lo atrapados que están los personajes, la verdadera naturaleza del ciclo que los ha devorado.
Esta novela presenta muchas preguntas, incita variadas reflexiones.
Tiene un desenlace desesperanzador, donde la violencia, ya sea humana o selvática, nunca deja en paz a los personajes. Aunque al menos hay una semblanza de justicia… o más bien, de que quienes alzaron la mano y encajaron el cuchillo se llevaron su merecido. En ese sentido no se queda una con el coraje atorado.
Aunque eso sí, permanece la pregunta: ¿es posible amar a lo que, invariablemente, se matará por mano propia?