Allí estaba todo, toda la verdad sobre la criatura miserable e hipócrita que era el ser humano: una maraña de intestinos, un revoltijo de vasos sanguíneos, glándulas y secreciones, ganglios linfáticos y arterias, falos y vaginas, úteros y testículos. Una realidad divina donde actuaban en armonía tantos y tan diminutos mecanismos vitales, y en la que cualquier imprevisto podía resultar fatal. Pero eso nunca ocurría, porque aquel artilugio estaba hecho para vivir, no para morir. Y en todo este asunto, la muerte no era más que una interrupción accidental, pero inevitable