Cuando le pregunté por qué quería ser mi amigo, Él me llevó a las palabras de Pablo: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Corintios 13.14).
La Biblia cobró vida. Nunca yo había entendido el impacto de esas palabras, «No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos» (Zacarías 4.6).
Una y otra vez. Él confirmaba en la Palabra lo que Él estaba haciendo en mi vida. Por más de ocho horas aquel primer día, luego día a día, le llegaba a conocer más y más.
Mi vida de oración comenzó a cambiar. «Ahora», dije yo, «Espíritu Santo, como tú conoces al Padre tan bien, ¿me puedes ayudar a orar?» Y cuando comencé a orar, llegó un momento donde súbitamente el Padre era más real de lo que había sido antes. Fue como si alguien hubiera abierto una puerta y dicho, «Aquí está Él».
Mi maestro, mi Guía
La realidad de la paternidad de Dios se hizo más clara que lo que yo había conocido antes. No fue por leer un libro, o seguir una fórmula—A, B, C. Fue sólo pidiéndole al Espíritu Santo que me abriera la Palabra. Y Él lo hizo.
«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis