—No llores, María —continuó la vieja—. Mira a la otra madre, que está allí inmóvil y ve cómo crucifican a su hijo. Mírala y ten valor.
—No lloro sólo por mi hijo, vecina; lloro también por aquella madre.
Pero la vieja, que debía haber sufrido mucho en su vida, sacudió la cabeza casi sin cabellos.
—Más vale ser la madre del crucificador —murmuró— que la del crucificado.