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Bøger
Julian Barnes

Nada que temer

  • anasofiasfhar citeretfor 8 måneder siden
    No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto.
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    Quizá una tercera extinción nos aniquile a nosotros y deje el mundo a... ¿quién? ¿A los escarabajos? El genetista J. B. S. Haldane decía en broma que si había Dios debía de sentir «un cariño desmesurado por los escarabajos», puesto que había creado 350.000 especies de ellos.
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    No hace mucho, pidieron a unos científicos de diversas disciplinas que describieran la idea que más desearían que la gente comprendiese. He olvidado todas las demás, de tan orientador que fue el impacto de una declaración de Martin Rees, astrónomo real y catedrático de cosmología y astrofísica de Cambridge:
    Me gustaría ampliar la conciencia de la gente sobre el inmenso plazo de tiempo que tienen por delante nuestro planeta y la propia vida. Las personas más cultas son conscientes de que somos el producto de casi cuatro billones de años de selección darwiniana, pero muchos tienden a pensar que los seres humanos somos en cierto modo la culminación. Nuestro sol, sin embargo, se encuentra a menos de la mitad de su tiempo de vida. No serán seres humanos los que presencien su desaparición, dentro de seis billones de años. Las criaturas que existan entonces serán tan distintas de nosotros como nosotros lo somos de una bacteria o una ameba.
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    «El ateísmo es aristocrático», declaró Robespierre. La gran personificación británica de este aserto en el siglo XX fue Bertrand Russell: ayudado, sin duda, por el hecho de que él era un aristócrata. En su vejez, con su revuelto pelo blanco, Russell parecía –y le trataban como tal– un sabio a mitad de camino de la divinidad: un equipo en sí mismo, formado por un solo miembro, de un programa de ¿Alguna pregunta? Su descreimiento era inquebrantable, y provocadores amistosos se complacían en preguntarle cómo reaccionaría si, tras una vida de propagandista del ateísmo, descubriera que se había equivocado. ¿Y si las puertas del paraíso no fueran una metáfora ni una fantasía, y se encontrara delante de una divinidad cuya existencia siempre había negado? «Bueno», respondía Russell, «me acercaría a Él y le diría: “No nos diste suficientes pruebas.”»
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    «La vida no es ni larga ni corta; simplemente, tiene partes tediosas.»
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    Lo primero que ella le dijo en mi presencia aquella tarde fue: «Tienes mejor aspecto que la última vez que vine, que tenías un aspecto horrible, horrible.» Acto seguido le preguntó: «¿Qué has hecho estos días?», lo cual me pareció una pregunta bastante tonta, y también a mi padre, que no la contestó. Siguió hablando de temas secundarios, de lo que veía en la televisión y los periódicos que leía. Pero algo había inflamado a mi padre y, cinco minutos después, exasperado –y doblemente, a causa de su habla defectuosa–, soltó su respuesta: «No paras de preguntarme qué he hecho estos días. Nada.» Lo dijo con una mezcla terrible de frustración y desesperación («La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra “nada”»). Mi madre optó por pasar por alto esta respuesta, como si papá hubiese dado muestra de malos modales.
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    Cuando llegamos al hospital, mi madre hizo algo –también absolutamente típico– que en aquel momento me avergonzó y que desde entonces me enfurece. Al acercarse a la habitación de mi padre dijo que entraría antes que yo. Supuse que era para comprobar que él estaba «decente», o por algún otro impreciso propósito conyugal. Pero no. Explicó que no le había dicho a papá que yo iba a verle ese día (¿por qué no? Control, control; de la información, por lo menos), y que sería una bonita sorpresa. Así que entró ella primero. Me retiré, pero pude ver a mi padre desplomado en su silla, la cabeza sobre el pecho. Ella le dio un beso y dijo: «Levanta la cabeza.» Y a continuación: «Mira a quién te he traído.» No dijo: «Mira quién ha venido a verte», sino: «Mira a quién te he traído.» Nos quedamos alrededor de media hora, y mi padre y yo compartimos dos minutos comentando un partido de la copa FA (Leeds 0 - Manchester United 1, gol de Mark Hughes) que los dos habíamos visto en la televisión. Por lo demás, fue como los cuarenta y seis años anteriores de mi vida: mi madre siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando, y mi relación con mi padre reducida a un guiño o mirada ocasionales.
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    Vi a mi padre por última vez el 17 de enero de 1992, trece días antes de su muerte, en un hospital de Witney, a unos veinte minutos en coche desde la casa de mis padres. Había acordado con mi madre que le visitaríamos por separado aquella semana; ella iría el lunes y el miércoles, yo el viernes y ella el domingo. De modo que el plan consistía en que yo fuera en coche desde Londres, que almorzara con ella y que fuera a ver a papá por la tarde, y desde allí yo volvería a la ciudad. Pero cuando llegué a casa (como seguí llamando a la de mis padres mucho después de tener mi domicilio propio), mi madre había cambiado de opinión. Era algo relacionado con la colada, y también con la niebla, pero sobre todo algo que era puñeteramente típico de ella. En toda mi vida adulta no recuerdo ni una sola ocasión –aparte del programado trayecto literario para hacer las compras– en que mi padre y yo estuviéramos algún rato a solas. Mi madre siempre estaba presente, aunque se hubiera ausentado de la habitación. Dudo de que fuera por el temor de que hablásemos a sus espaldas (de todos modos, ella habría sido el último tema de conversación entre nosotros); era más bien que nada de lo que tuviese lugar en casa o fuera de ella tenía validez si ella no estaba. Y por eso siempre estaba.
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    Si nos pidieran que hiciéramos una lista de las cosas que nos enseñaron nuestros padres, mi hermano y yo no sabríamos qué poner. No nos dieron normas para la vida, aunque se esperaba que siguiéramos las intuitivas. No hablaban nunca de sexo, de religión ni de política. Se suponía que sacaríamos el mayor provecho en el colegio y luego en la universidad, que encontraríamos un trabajo y, probablemente, que nos casaríamos y tendríamos hijos. Cuando busco en mi memoria instrucciones específicas o consejos impartidos por mi madre –porque ella habría sido la legisladora–, sólo recuerdo dictámenes no concretamente destinados a mí. Por ejemplo: sólo un tarambana lleva zapatos marrones con un traje azul; nunca muevas hacia atrás las manecillas de un reloj de pulsera o de pared; no metas las galletas de queso en la misma lata que las dulces. Apenas una nota urgente para el libro de recuerdos. Mi hermano tampoco recuerda nada explícito. Esto podría parecer aún más extraño, porque nuestros padres eran los dos maestros. Supuestamente todo sucedía por ósmosis moral. «Por supuesto», añade mi hermano, «creo que no brindar consejo o dar instrucciones es un rasgo de un buen padre.»
  • Adal Cortezhar citeretsidste år
    «La mejor manera de digerir el tiempo» quizá nos ayude a digerir los albores de la muerte. Yo asocio la música con el optimismo. Tuve una instantánea sensación de camaradería cuando leí que uno de los placeres de Isaiah Berlin en su vejez era reservar entradas para conciertos con meses de antelación (yo le veía muchas veces en el mismo palco del Festival Hall). Comprar la entrada en cierto modo garantiza que escucharás la música, prolonga tu vida hasta que se apaga el último eco de los acordes finales que has pagado por oír. Por alguna razón, esto no vale para el teatro.
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