¿Debo dejar todo esto a cambio de sombra y mera ambición?, pensó, y decidió escribir un poema: Me fascináis con el señuelo de una corona, y me turbáis con puras quimeras, ¿deberé prestar oído al dulce canto de las sirenas?, y Viena, Viena también, su amada Viena, el Hofburgo y Schönbrunn, sí, sobre todo el espléndido Palacio de Schönbrunn que el esposo de María Teresa había convertido por fuera y por dentro en una de las maravillas del arte y la arquitectura rococó y que sólo los tontos podían comparar a Versalles o Caserta. Si se iba a México, quizá nunca volvería a verlos.