Una y otra vez, desde su nacimiento, Juana habría de escuchar su sentencia: las mujeres son inferiores al hombre en cuanto a concepción, posición y voluntad se refiere. Eran las palabras de su progenitor. Y también las de San Pablo, uno de los padres fundadores de la Iglesia. Nadie, y menos durante la expansión carolingia y su brutal imposición del cristianismo, habría osado pensar de otro modo. Pero las leyendas sajonas de su madre, y una curiosidad irrefrenable, no tardaron en sembrar la cabeza de Juana con más dudas que certezas. La sabiduría era la única forma de encontrar la respuesta y, con menos de diez años, ella estaba decidida a seguir su senda. Por supuesto, la balanza no se inclinaba a su favor. Su padre no consentiría en darle educación a una niña; aquello era una herejía y una provocación directa a los designios del Señor. Afortunadamente, Juana encontraría en su hermano Mateo a un primer cómplice dispuesto a revelarle las Sagradas Escrituras, y darle las primeras lecciones de latín y griego. Después vendría Esculapio, tutor de su hermano Juan, un hombre con la inteligencia necesaria para brindar a Juana la oportunidad que merecía: el acceso a la vida religiosa. Atrás quedarían familia, identidad, e incluso su propio sexo, por los sacrificios que su vocación imponía. En esos primeros días, Juana nunca hubiese imaginado que el trono papal, algún día, se encargaría de resolver todos los enigmas de su vida.