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Italo Calvino

La hormiga argentina

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  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    Había sin embargo una característica de las hormigas que decididamente no tenía, y era la diligente prontitud que las mantiene siempre en movimiento
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    «¡Ah, las hormigas!», pensaba yo ahora. «¿Pero qué hormigas? ¿Y qué mal nos hacen unas cuantas hormigas?»
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    Con estos bichos no hay nada que hacer, no hay nada que hacer
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    Parecería que hubieran renunciado a matar las hormigas –si alguna vez lo habían intentado–, dado que las tentativas eran inútiles
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    Si nos hubiera hablado de hormigas como tal vez –no puedo excluirlo– lo había hecho alguna vez, hubiésemos pensado que nos encontraríamos con un enemigo concreto, medible, con un cuerpo, un peso. En realidad, si ahora trataba de recordar las hormigas de los lugares de donde veníamos, las veía como bichos respetables, criaturas de esas que se pueden tocar, apartar, como los gatos, los conejos. Aquí nos enfrentábamos con un enemigo como la niebla o la arena, contra el cual no hay fuerza que valga.
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    donde quiera que mirase –aunque a primera vista no viese nada y eso ya fuera un alivio–, aguzando la mirada veía acercarse una hormiga y descubría que formaba parte de un largo cortejo y que se encontraba con otras, llevando a menudo briznas o minúsculos fragmentos de materia pero siempre más grandes que ellas, y en ciertos lugares donde –pensé– se había agrumado el jugo de alguna planta o el resto de algún animal, había una corona de hormigas aglomeradas, casi pegadas como la costra de una pequeña herida.
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    no pasó mucho rato antes de que empezáramos a movernos y a rascarnos porque teníamos la impresión de que había hormigas en la cama
  • Mariana de los Santoshar citeretsidste måned
    Eran hormigas minúsculas e impalpables que se movían sin pausa como impulsadas por la misma picazón sutil que provocaban. Sólo entonces me vino a la memoria el nombre: las «hormigas argentinas», mejor aún: «la hormiga argentina», la llamaban así, seguramente ya había oído decir que éste era un lugar donde había «la hormiga argentina», y sólo ahora sabía cuál era la sensación que iba unida a esa expresión: ese cosquilleo molesto que se difundía en todas direcciones y que ni siquiera cerrando la mano en un puño o frotando una mano con otra se conseguía detener del todo, porque siempre quedaba alguna hormiga desbandada que corría por el brazo o por la ropa. Al aplastarlas, las hormigas se convertían en puntitos negros que caían como arena, y en los dedos quedaba aquel olorcito de hormiga, ácido y punzante.
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