Aricia se vio reflejada en aquel experimento del monito. Igual que el Nuevo Prometeo chimpancé, ella apenas podía sentir. Las manos de la enfermera eran solo parches anestesiados sobre sus tetas. La enfermera se esforzaba más y más. Quizás deseaba arrancarle alguna palabra de agradecimiento, tal vez un gemido, cualquier cosa que no fuera aquella indiferencia. El masaje se hizo áspero. Los pezones se agrandaron bajo las manos de la mujer que susurraba, cada vez más cerca, mamacita, ya casi, mamacita. Luego, Aricia notó una pequeña explosión de líquido que le manchó la ropa. Tardó en identificar de qué se trataba. La humedad en sus pezones era liberadora y se preguntó si la enfermera los había humedecido con saliva, pero los diminutivos que estallaban en la boca de la otra mujer de inmediato la sacaron del engaño, ya ve usted, mamacita, que sí se podía y sí se pudo; ahora la bebecita puede ponerse a comer, así deja de llorar y usted luego se me duerme un ratico.