Sara Mesa

Cara de pan

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    haberse extinguido y nadie, nunca jamás, habría dejado registro de su paso por el mundo!
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    ¿Sabe Casi que hace apenas unos días descubrieron una especie nueva de pinzón? ¡Apenas quedan unos trescientos en el mundo, tan pocos que por eso estaban sin catalogar! Increíble, porque su color es inaudito, azul puro, azul limpísimo.
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    Acoso, abuso, no es lo mismo, protesta él, ¡y yo ni siquiera la acosé! Le gustaba observarla de lejos, eso sí, la seguía a veces por los caminos, en una ocasión se las arregló para entrar en su casa y se escondió dentro del armario para verla dormir la siesta. ¡Nada más, nada más! Nadie le había explicado que no se pudiera hacer eso, que era inadecuado. Si se lo hubiesen explicado, como el día en que los policías le informaron de la prohibición de hablar con niños, él se ha
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    un arranque, ella se baja el pantalón.
    (Y no es casualidad entonces que el canto de un estornino rasgue el silencio que se crea entre ambos. Ella lo reconoce: un estornino, piensa. Ahora está bien entrenada.)
    Casi está en bragas, con el pantalón de chándal por las rodillas. El Viejo, más aturdido por la brusquedad de ella que por la visión de sus muslos desnudos, da un paso atrás. Yo no veo nada, dice, y ella entonces se baja las bragas. ¿Y ahora ves algo?, grita.
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    La policía de la mente también se ocupó de Nina Simone. Para explicar su rabia y devaluar las protestas raciales de sus canciones le diagnosticaron trastornos psíquicos, ¡la medicaron y la dejaron fuera de combate! Su androginia, dijeron, debía de estar relacionada con la bipolaridad. Su furia, con brotes psicóticos. Pero ¿qué hacer con todos los que la admiraban? ¿También estaban locos? Suelta una carcajada, ensimismado en su al
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    Descubrió, por ejemplo, que el incesto es normal entre algunas especies. Hay montones de pájaros que copulan alegremente unos con otros sin pararse a pensar si está bien o no. ¿Quién tiene el derecho de decirles que eso no es correcto, que deben parar de inmediato? ¡Él, desde luego, no! Por fortuna, los pájaros le han salvado del rencor, entre otras cosas.
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    ¡Por timidez, no por maldad!, insiste el Viejo. Salía a trabajar a la fábrica –era plomero–, volvía, ayudaba a su hija con las tareas de la casa, así un día y otro, ¡toda la vida! Los fines de semana iban juntos a la iglesia: era un hombre muy devoto, pero jamás comulgaba. A veces bebía mucho, bebía hasta caer desmayado, pero esto no sucedía todos los días, y jamás se ponía violento. La quería mucho, a su hija, su Adriana. Tanto que no la dejaba salir; temía que le ocurriera algo. Ahuyentaba a cualquier hombre que se acercara a ella y, más tarde, ¡también a cualquier mujer! En aquel tiempo las chicas no salían tanto como ahora. Que su madre se pasara todo el tiempo encerrada formaba parte de lo habitual. A nadie le extrañó, aunque precisamente eso, el encierro, debió de ser la causa de que pasara lo que pasó. El Viejo cree con sinceridad que su padre no lo hizo con mala intención. ¡Debió de confundir las cosas! Los vecinos supusieron que su madre se había quedado embarazada en un descuido, a saber de quién. Pensaron eso, o quisieron pensarlo, a pesar de que él, el Viejo, llamaba papá a su padre sin problema. Lo llamaba papá y no abuelo, y lo hacía en los lugares públicos, en la plaza, en la pequeña tienda de ultramarinos donde se aprovisionaban. De niño pasaba más tiempo con su padre-abuelo que con su madre, que siempre huía de él, limitándose a cuidarlo con apresuramiento, sin hablar ni jugar nunca. Luego, al crecer, tardó mucho en comprenderlo, ¡tenía por lo menos dieciséis años cuando el puzle encajó! Se obligó a odiar a su padreabuelo, sin éxito. Desde que supo la verdad, justo desde aquel día, su vida se torció y fue infeliz. Fue por eso que empezó a buscar consuelo en los pájaros. Solo observándolos y leyendo sobre ellos se sentía a salvo
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    dientes en muy mal estado porque le daba vergüenza abrir la boca delante de un dentista. Nunca, nunca iba al médico. Apenas tenía amigos. ¡Por timidez, no por maldad!, insiste el Viejo. Salía a trabajar a la fábrica –era plomero–, volvía, ayudaba a su hija con las tareas de la casa, así un día y otro, ¡toda la vida! Los fines de semana iban juntos a la iglesia: era un hombre muy devoto, pero jamás comulgaba. A veces bebía mucho, bebía hasta caer desmayado, pero esto no sucedía todos los días, y jamás se ponía violento. La quería mucho, a su hija, su Adriana. Tanto que no la dejaba salir; temía que le ocurriera algo. Ahuyentaba a cualquier hombre que se acercara a ella y, más tarde, ¡también a cualquier mujer! En aquel tiempo las chicas no salían tanto como ahora. Que su madre se pasara todo el tiempo encerrada formaba parte de lo habitual. A nadie le extrañó, aunque precisamente eso, el encierro, debió de ser la causa de que pasara lo que pasó. El Viejo
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    Entonces tu padre era un monstruo. ¿Un monstruo? No, ¿por qué? ¡No más monstruo que los que lo atormentaban en la clínica! Su padre los quería. A ellos dos, a su madre y a él, los quería. El Viejo no guarda malos recuerdos suyos, ¡en absoluto! Lo recuerda, eso sí, torpe, brusco, parco en palabras. Grande. ¡Muy grande! Casi dos metros medía, dice, por fortuna él no heredó esa altura, ser tan alto no da más que problemas de espalda. Tímido. ¡También era tímido! Tenía
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    La misma actitud de los farsantes los delataba; no era una cuestión de plumaje, sino de aplomo.
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