¡Era de nuevo Abena, hermosa y fresca, Abena en la flor de la juventud! ¡Sí, era ella! Y yo volvía a cumplir seis años y a tener toda una vida por delante para llorar.
Chillé. Pero cuanto más chillaba, más necesitaba seguir chillando. De dolor, de rabia, de impotencia, de cólera. ¿Cómo era posible que el mundo estuviera tan mal hecho? ¿Cómo había terminado convirtiéndome en una esclava, en una huérfana, en una paria? ¿Por qué me habían separado de los míos? ¿Por qué me había obligado a vivir entre gentes que no hablaban mi idioma ni compartían mis creencias, en aquel país grosero y arisco?