Porque a poco que se medite, descúbrense muchas y válidas razones para que las ciudades, como los hombres que las forman y habitan, se enfrenten por inescapable determinismo a un incómodo dilema: o la cripta honorable, o la vida imprevisible: o la momia, o el hombre: o el museo, o la urbe; razones que se van ejerciendo en el curso del tiempo y del espacio para alejar al hombre, y a las ciudades, de la muerte, a costa de irlos despojando de cuanto pueda congelarlos con su hálito, y al precio de irles imprimiendo los moldes de una adaptación imprescindible a su supervivencia, y por ella condicionada. Desde Tenochtitlan —y a diferencia de Mitla, de Chichén, de Teotihuacan, conservadas en el frigorífico de los siglos—, ha sido el destino de México sobrevivir a costa de transformarse. El empeño, por lo visto, vale la pena.