Aunque la palabra mito le sienta bien, Tupac Shakur se eleva aun por encima de ese sello. Encarna al artista comprometido con su tiempo, pero también, y especialmente, con su pueblo y con un ADN revolucionario herencia de su madre, dirigente del partido Pantera Negra, quien lo bautizó en homenaje al líder indígena Tupac Amaru. Una huella genética que respetó y honró a través de su música y de sus actos. Porque lo suyo fue mucho más que el ritmo machacante del rap, con sus letras desafiantes del statu quo. En poco más de seis años de carrera, Tupac –que murió asesinado a los veinticinco, en 1996— logró, además de ser un exitoso artista de hip hop, vehiculizar muchas de las demandas históricas de su gente, desde las más básicas, relacionadas con la supervivencia, los derechos y la dignidad, a las más sofisticadas, ligadas a la cultura. Su muerte lo elevó a la categoría de mito y al pedestal de los luchadores sociales: “Yo no hice a Estados Unidos así de desigual, yo no inventé el delito, las drogas, la vida en los guetos. Yo solo nací ahí. El que me dice gánster no me está escuchando, y el que me quiere callar lo hace porque me escuchó y sabe lo que implica que diga lo que estoy diciendo”.