Julio Ramón Ribeyro

La insignia y otros relatos geniales

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    interior de la casa de mi amigo, un corredor de losetas por donde hombres vestidos de luto circulaban pensativos.

    Entonces comprendí que la lluvia había llegado demasiado tarde
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    En los cordeles, la ropa olvidada se mecía y respiraba en la penumbra, y contra las farolas los maniquíes parecían cuerpos mutilados.
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    caciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo.

    Una tarde, el patio de recreo se ensombreció, una brisa fría barrió el aire caldeado y pronto la garúa comenzó a resonar sobre las palmeras
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    Se abrieron las clases en días aún ardientes. Las ocupaciones del colegio me distrajeron. Pasaba mañanas interminables en mi pupitre, aprendiendo los nombres de los catorce incas y dibujando el mapa del Perú con mis lápices de cera. Me parecían lejanas las vacaciones, ajenas a mí, como leídas en un almanaque viejo
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    Yo andaba asustado por los corredores de mi casa, por las atroces alcobas, me dejaba caer en las sillas, miraba hasta la extenuación el empapelado del comedor –una manzana, un plátano, repetidos hasta el infinito– u hojeaba los álbumes llenos de parientes muertos. Pero mi oído sólo estaba atento a los rumores del techo, donde los últimos días dorados me aguardaban. Y mi amigo en ellos, solitario entre los trastos
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    Todavía dura! –decía señalando el cielo– ¿No te parece una maldad? Ah, las ciudades frías, las ventosas. Canícula, palabra fea, palabra que recuerda a un arma, a un cuchillo.

    Al día siguiente me entregó un libro:
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    hombre de la perezosa parecía consumirse. Bajo su parasol, lo veía cobrizo, mudo, observando con ansiedad el último asalto del calor, que hacía arder la torta de los techos.
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    Ese día me estuvo hablando hasta tarde, hasta que el sol de brujas encendió los cristales de las farolas y crecieron largas sombras detrás de cada ventan
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    pequeñas son las que más nos atormentan, como, por ejemplo, los botones de la camisa
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    Hoy es mi santo –dijo–. Vamos a festejarlo. ¿Sabes lo que es tener treinta y tres años? Conocer de las cosas el nombre, de los países el mapa. Y todo por algo infinitamente pequeño, tan pequeño –que la uña de mi dedo meñique sería un mundo a su lado. Pero, ¿no decía un escritor famoso que las cosas
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