«Había cumplido siete años y llevaba media mañana aburrido, impaciente, esperando a que su padre, traje y chaleco oscuros, sin corbata, acabara la lectura del Quijote. Tenía el hábito de hacerlo todos los años, en verano, sentado en el sillón de mimbre del comedor, cuyos ventanales daban al jardín, desde donde se escuchaban, a cada rato, estruendosas, sus risotadas.
El joven Miguel, pantalón corto, flequillo desfilado, miraba ansioso, de reojo, la bicicleta de su hermano Adolfo. Una Arelli de un verde fulgurante, frenos y guardabarros cromados, que brillaba al sol, cegadora, como un milagro, una revelación».