Hay un hábito, un placer cotidiano, en el que se asienta el equilibrio de la realidad: las conversaciones del día. Así, las que se sostienen con los amigos cultos en el bar dan materia para el examen, hasta el último repliegue del insomnio, de las líneas, los gestos, y las derivas del diálogo. De repente, un Rolex en la muñeca de un pastor de cabras, en una película de aventuras ambientada en las montañas desérticas de Ucrania, instala el malentendido y con él la alarma, una sensación de extrañeza teñida de cierta decepción y un lejano desconsuelo: el peligro inminente de la imbecilidad, de un derrumbe irreversible en toda la red. Con todo, la aventura avanza entre algas mutantes, señoritas salvajes y actores de Hollywood, y el malentendido crece y se transforma entre ensoñaciones de verosímil, realismo y ficción, para confirmar, una vez más, que el atractivo de esa unidad superior de la creación colectiva que es la conversación está en que el otro sea realmente otro, siempre impenetrable para su interlocutor.