Con Ricardo nos conocimos en un curso de francés, primer nivel del grado intermedio, en la Alianza Francesa de Belgrano. Esa sucursal queda cerca de mi casa y, teóricamente, según me dio a entender al principio, también de la suya. Ricardo es contador, tiene su propia firma o estudio, algo así. Como a causa de su trabajo faltaba algunas veces a clase, empezó a pedirme los apuntes, los fotocopiaba y me los devolvía. Sentí curiosidad, aunque nunca le pregunté, acerca de por qué me eligió a mí y no a cualquier otra compañera o compañero, de los quince que seríamos, para pedirlos. Es cierto que ni él ni yo hablábamos mucho con las demás personas del curso, a lo sumo un intercambio escaso, salvo que la profesora nos indicara trabajar en parejas o en grupo. Desde que se acercó por mis apuntes, los días que lograba llegar en hora se sentaba cerca de mí para asegurarse de que nos tocara juntos en los ejercicios de a pares. No me convenía: le cuesta mucho el idioma a Ricardo, mientras que yo tengo facilidad y prefería poder acoplarme a alguien que estuviera más a mi nivel. Al principio me hacía la distraída para tratar de esquivarlo, buscaba con la vista justo hacia el otro lado para ver quién estaba libre, pero al ser números impares, él siempre quedaba solo y me daba lástima dejarlo de lado. Terminaba ofreciéndole que se sumara a nuestro equipo aunque no aportara nada o entorpeciera, ya que había que explicárselo todo despacio, corregirlo, mostrarle. Terminó pasando que, cuando la profesora lo ordenaba, me dirigía a él o él se traía directamente la silla adonde yo estuviera sin preguntar.