Allí el viento movía los juncos, moteados por racimos color rosa de huevos de ampularia. Allí mil pajarracos cambiaban gritos, se zambullían, aparecían y desaparecían bajo el agua cubierta por algo como un tapete de billar. En la orilla se secaban las cáscaras vacías de las ampularias engullidas por un pájaro. Y yo, sentado o caminando, sentía que todo era como un regalo inmerecido, esos pájaros, ese bañado, el monte con sus otros pájaros, la piel de culebra que de pronto encontraba entre el pasto y me hablaba de otra vida más, oculta casi a mis ojos. Veía las osamentas donde la muerte se desplegaba al aire libre como un espectáculo, caranchos con perfil de piel roja erguidos sobre los cadáveres, chimangos que eran su versión más vil, teros gritando agriamente, chajaes risibles como profesores de alemán. Hasta la