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Ursula Le Guin

El eterno regreso a casa

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  • Frida Arroyo Chiuhar citeretsidste måned
    Tenemos que aprender lo que podamos, pero procurando siempre que nuestro saber no cierre el círculo, dejando fuera sólo el vacío, hasta el punto de olvidar que lo que no conocemos sigue siendo infinito, sin límites ni fondo, y que todo cuanto conocemos quizá tenga que compartir su calidad de conocido con aquello que ésta niega.
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    Dado que los seres humanos tenemos que aprender lo que hacemos, tenemos que empezar de esta manera, pero la insensatez humana empieza allí donde desaparece ese deseo de ser iguales.
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    —No tengas miedo. Las tuyas son manos de niña, son agua que corre entre la rueda. No poseen, sino que sueltan y limpian
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    Ha sido hablado para ti.
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    embargo, lo fundamental del viaje había sido la colina dorada: el coyote me había cantado, y mientras mi mano permaneció en contacto con la peña supe que no me había equivocado, aunque no hubiera sacado nada en claro.
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    No era el agua que conocía ni que buscaba. Era densa como la sangre y tenía un color negro. No bebí de ella. Me senté en cuclillas bajo la cálida sombra de los árboles próximos y busqué alguna señal o alguna palabra, tratando de entender dónde me hallaba. Algo se aproximó a mí sobre el agua. Era un tejedor de gran tamaño que se desplazaba rápidamente por la superficie de la charca con sus relucientes patas.
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    Al día siguiente volví a la colina de Avena Loca desde la que podía divisar la cara opuesta de la montaña de Sinshan, y allí vacié la bolsa y entregué mis regalos al lugar.
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    Metí la mano en el agua y le pedí que me mostrara la dirección que debía tomar.
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    Lo único que veía era que había subido a la montaña con la esperanza de hacerlo todo bien, de seguir el rastro del puma, pero las cosas se habían torcido por completo y me había pasado el día escapando de los pumas. Ello se debía a que no había subido allí para ser el puma sino para demostrar a los niños que me llamaban media persona que era mejor persona que ellos, que era una niña de ocho años valiente y santa. Rompí a llorar. Hundí el rostro en el polvo, entre las hojas, y lloré sobre la tierra, la madre de mis madres, hasta que mis lágrimas formaron un charquito de barro salado sobre la tría montaña.
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    Tomaré tu camino, Cantora! —le dije.
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