A mí esa obligación me la imponían las palabras. No las que me asemejaban a niños ejemplares, sino a las viviendas, los muebles, la ropa. Estaba desfigurado por los parecidos con todo mi entorno. Habitaba, como un molusco en su concha, en el siglo xix, ahora hueco ante mí como una concha vacía. La acerco al oído. ¿Qué oigo? No oigo el tronido de los cañones ni la música de baile de Offenbach, ni siquiera el trápala de los caballos en el pavimento ni el tararí del desfile de la guardia. No: lo que oigo es el breve golpeteo de la antracita que desde un recipiente de hojalata cae en un fogón de hierro, y el sordo estampido con que se enciende la llama de la mecha del gas, y el tintineo de la campana del quinqué sobre el aro de latón cuando un vehículo pasa por la calle.