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Neil Gaiman

American Gods

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La vida en la cárcel es dura. Pero siempre queda un rayo de esperanza si sabes que, a la salida, te espera una mujer que te ama, un amigo que te quiere, un trabajo que adoras… Todo eso es lo que quiere Sombra, que está a punto de salir de la cárcel… Pero un día le comunican que su mujer y su mejor amigo han muerto en un accidente de coche. Entonces, contratado por un extraño anciano experto en timos y estafas que responde al nombre de Wednesday, Sombra empieza un interminable viaje a lo largo y ancho de América, perseguido por el espíritu de su esposa, en el que descubre el límite entre lo humano y lo divino, y que las reglas que rigen el mundo de los hombres no son las mismas con las que los dioses conducen el mundo.
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Vurderinger

  • b1598651543har delt en vurderingfor 8 år siden
    👍Værd at læse
    🚀Opslugende

    ¡Hipnotizante!

Citater

  • Abel Jimenez Gallardohar citeretsidste år
    —Vamos a ver: un camino te hará sabio, otro te completará y otro te matará.

    —Creo que ya estoy muerto. Mi vida acabó en el árbol.

    Ella hizo un mohín.

    —Hay muertos, muertos y muertos. Depende de la perspectiva. —Volvió a sonreír—. Seguro que podría hacer alguna broma al respecto, algo sobre la perspectiva que da la muerte...
  • Abel Jimenez Gallardohar citeretsidste år
    Durante un baile lento tira de ella y, con la mano en el culo de su falda, se la acerca posesivamente. Con la otra mano le toma por la barbilla y le levanta la cara; se besan allí mismo, con las luces de discoteca rodeándolos en el centro del universo.

    Poco después se van. Ella va balanceándose contra él y él la saca del baile.

    Sombra hunde la cabeza entre las manos y no los sigue, porque no puede o no quiere presenciar el momento de su propia concepción.
  • Abel Jimenez Gallardohar citeretsidste år
    En la cama del hospital su madre se estaba volviendo a morir, igual que había muerto cuando él tenía dieciséis años, y ahí estaba él, un adolescente grande y torpe con la piel café con leche marcada de acné, sentado junto a su cama, incapaz de mirarla, leyendo un libro de bolsillo voluminoso. Sombra se preguntaba qué libro sería y rodeó la cama para observarlo de más cerca. Se quedó entre la cama y la silla mirando alternativamente a uno y otro lado, el chico grande repantigado en la silla con la nariz enterrada en El arcoiris de la gravedad, de Thomas Pynchon, intentando escapar de la muerte de su madre a través del Londres de los bombardeos, mientras la locura ficticia del libro no le proporcionaba ni una huida, ni una excusa.

    Los ojos de su madre estaban cerrados en una paz narcótica: lo que ella pensaba que no sería más que otro brote de anemia falciforme, otro azote de dolor que soportar, había resultado ser un linfoma, como descubrieron demasiado tarde. Su piel lucia un tinte amarillo ceniza. Apenas pasaba de los treinta y parecía mucho mayor.

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