Vivimos la época de la agitación perpetua. Acogotado en una perturbación sin fin, nuestro coetáneo es como un hámster que creyese, equivocadamente, que puede abolir su suplicio corriendo con más ímpetu la rueda. La sociedad hedonista prescribe un goce obligatorio que solo puede asumirse desde un carnaval indefinido, donde la euforia y el desaliento se confunden, diseminando promesas de redención por doquier: la posibilidad de una libertad total, el sueño de enseñorearse en una soberanía completa, la recuperación de lo auténtico… Todo ello, en una población mediatizada, colonizada por el periodismo y presa de un ansia inagotable por la novedad; la cultura se vuelve un artefacto de esnobismo y el arte, inscrito en una dialéctica de subversión tolerada, deja de interpelar a quien lo contempla. En su carrera indefinida por huir hacia delante, el individuo agitado va dejando un rastro de escombros y destrucción, como si del Angelus Novus se tratase, y en ningún momento se le ocurre detenerse y girar grupas para advertir que, en efecto, nadie lo persigue.