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Tiffany McDaniel

Betty

Un coming-of-age lírico, espiritual y feminista ambientado en el Ohio rural de los años sesenta e inspirado en la historia familiar de la autora. Soy Betty Carpenter, nací en una bañera en 1954 y crecí en el pueblo de Breathed, Ohio. De mis ocho hermanos fui la única que heredé la piel oscura de mi papá Landon, que era cheroqui. De niña creía que ser cheroqui significaba estar atado a la luna. También quería ser una princesa con un vestido hecho de carcasas de cigarra y alas de violetas.
¿Tú te has visto en el espejo?, me decía mi mamá Alka, que arrastraba tantas piedras del pasado como las que tenía mi hermanito Lint en la cabeza. Yo ofrendaba flores de cerezo y medias de nailon de mamá al río para quitarme el moreno, pero no funcionaba. Tampoco le funcionaba el río a mi hermana Flossie, que le mandaba cartas a Elvis en botellas que nunca recibían respuesta.
Flossie nació para ser una estrella. Mi dulce hermana mayor Fraya, en cambio, lo hizo para cargar con las piedras malditas de las mujeres de la familia. Y yo nací, según papá, para ser la calabaza, la protectora de mis hermanas. Ese es tu cometido, Pequeña India. Él, con su magia ancestral y su infinita ternura, me enseñó que era poderosa.
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Oprindeligt udgivet
2022
Udgivelsesår
2022
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Citater

  • Tess Pedrohar citeretfor 2 år siden
    Entonces me di cuenta de que los pantalones y las faldas, como los propios sexos, no se consideraban iguales en nuestra sociedad. Llevar pantalón era vestirse para ejercer el poder. Pero llevar falda era vestirse para fregar los platos
  • Tess Pedrohar citeretfor 2 år siden
    —¿No te gustaría tener una bolsa llena de días buenos, Betty? —me preguntó—. Cada vez que tuvieras un día malo, podrías meter la mano en la bolsa y mejorarlo todo. Si yo tuviera una bolsa de días buenos, metería la mano ahora mismo y Trustin se levantaría y se pondría a bailar, aunque en realidad nunca bailaba, ¿verdad? De todas formas, estoy segura de que le daría por bailar un día bueno.
  • Tess Pedrohar citeretfor 2 år siden
    La yegua había vivido según las órdenes de los hombres. Durante toda su existencia, nunca la habían dejado ser libre. Había tenido carceleros y dueños, como si su valor dependiese de lo mucho que podía cargar en su lomo.

    Había vivido su vida hasta que había sido regalada a cambio de nada, las patas demasiado débiles para huir y unos ojos que ya no podían ver otro mundo más allá de la cueva de carbón en la que la habían obligado a pasar la vida. Y, sin embargo, ahora podía notar el viento en la crin.

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