lenguaje vuelve la realidad vívidamente presente para nosotros, pero para lograr eso adecuadamente debe dejar de interponer su desgarbada mole entre ellas y nosotros. Por lo tanto, el lenguaje poético logra el culmen de su perfección cuando por fin cesa de ser lenguaje. En su cúspide, se trasciende a sí mismo.
Las imágenes, según esa teoría, son representaciones tan inteligibles que dejan ya de ser representaciones, y se confunden con la cosa real. Lo que quiere decir, siguiendo tal argumento, que ya no tratamos con poesía, que no es nada más que un fenómeno verbal. F. R. Leavis escribe sobre ese tipo de poesía que «tiene tal vitalidad y cuerpo que nos cuesta creer que estemos leyendo disposiciones de palabras […] El efecto total es como si las palabras se apartaran de nuestro foco de atención y fuésemos conscientes sin mediación alguna de un entramado de sentimientos y percepciones»[11]. Resulta irónico que desde este punto de vista, la poesía pueda crear impresiones de lo real más poderosamente que las artes visuales. Cuando contemplamos el cuadro de un paisaje, sabemos que lo que vemos no es el paisaje mismo, precisamente porque el cuadro es en sí mismo un objeto visual, algo que se separa de lo que representa por el hecho mismo de serle fiel a esto último. Pero cuando el medio de representación no es visual, como ocurre en la poesía, esto no resulta tan obvio.