Antonio Tabucchi

Sostiene Pereira: Una Declaración

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    Y en el verano del noventa y tres, cuando Pereira se había convertido en amigo mío y me había relatado su historia, yo pude escribirla. La escribí en Vecchiano, en dos meses, que fueron también tórridos, de intenso y furibundo trabajo. Por una afortunada coincidencia, acabé de escribir la última página el 25 de agosto de 1993. Y quise registrar esa fecha en la página porque es para mí un día importante: el cumpleaños de mi hija. Me pareció una señal, un auspicio. El día feliz del nacimiento de un hijo mío nacía también, gracias a la fuerza de la escritura, la historia de la vida de un hombre. Tal vez, en la inescrutable trama de los eventos que los dioses nos conceden, todo ello tenga su significado.
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    En ese privilegiado espacio que precede al momento del sueño, y que para mí es el espacio más idóneo para recibir las visitas de mis personajes, le dije que volviera de nuevo, que se confiase a mí, que me contara su historia. Volvió y yo encontré para él de inmediato un nombre: Pereira. En portugués Pereira significa peral y, como todos los nombres de árboles frutales, es un apellido de origen judío, al igual que en Italia los apellidos de origen judío son nombres de ciudades.
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    deje ya de frecuentar el pasado, frecuente el futuro. ¡Qué expresión más hermosa!, dijo Pereira, frecuentar el futuro, qué expresión más hermosa, no se me habría ocurrido nunca.
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    Se hubiera bebido una limonada y precisamente allí cerca había un café. Pero se contuvo. Se limitó a reposar a la sombra, se quitó los zapatos y dejó que el aire le refrescara los pies. Después se dirigió con lentitud hacia la redacción pensando en sus recuerdos. Sostiene Pereira que pensó en su infancia, una infancia transcurrida en Póvoa do Varzim, con sus abuelos, una infancia feliz, o que por lo menos él consideraba feliz, pero de su infancia no quiere hablar, porque sostiene que no tiene nada que ver con esta historia y con aquel día de finales de agosto en que el verano estaba acabando y él se sentía tan confuso.
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    se duchó, se vistió de nuevo, se puso su corbata negra y se sentó ante el retrato de su esposa. Me he encontrado con un médico inteligente, le dijo, se llama Cardoso, estudió en Francia, me ha explicado una teoría suya sobre el alma humana, mejor dicho, es una teoría filosófica francesa, por lo visto en nuestro interior hay una confederación de almas y cada cierto tiempo hay un yo hegemónico que toma las riendas de la confederación, el doctor Cardoso sostiene que estoy cambiando mi yo hegemónico, de la misma forma que las serpientes cambian de piel, y que este yo hegemónico cambiará mi vida, no sé hasta qué punto es cierto todo esto y, a decir verdad, no estoy muy convencido, en fin, qué le vamos a hacer, ya veremos.
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    que llamamos la norma, o nuestro ser, o la normalidad, es sólo un resultado, no una premisa, y depende del control de un yo hegemónico que se ha impuesto en la confederación de nuestras almas; en el caso de que surja otro yo, más fuerte y más potente, este yo destrona al yo hegemónico y ocupa su lugar, pasando a dirigir la cohorte de las almas, mejor dicho, la confederación, y su predominio se mantiene hasta que es destronado a su vez por otro yo hegemónico, sea por un ataque directo, sea por una paciente erosión. Tal vez, concluyó el doctor Cardoso, tras una paciente erosión haya un yo hegemónico que esté ocupando el liderazgo de la confederación de sus almas, señor Pereira, y usted no puede hacer nada, tan sólo puede, eventualmente, apoyarlo.
    El doctor Cardoso acabó de comer su macedonia y se limpió los labios con la servilleta. ¿Y qué puedo hacer?, preguntó Pereira. Nada, respondió el doctor Cardoso, simplemente esperar, quizá haya en usted un yo hegemónico que, tras una lenta erosión, después de todos estos años dedicados al periodismo escribiendo la crónica de sucesos, creyendo que la literatura era la cosa más importante del mundo, quizá haya un yo hegemónico que está tomando la dirección de la confederación de sus almas, déjelo salir a la superficie, de todas formas no puede actuar de otra manera, no lo conseguiría y entraría en conflicto consigo mismo, y si quiere arrepentirse de su vida, arrepiéntase, e incluso, si tiene ganas de contárselo a un sacerdote, cuénteselo, en fin, señor Pereira, si usted empieza a pensar que esos chicos tienen razón y que hasta ahora su vida ha sido inútil, piénselo tranquilamente, quizá de ahora en adelante su vida ya no le parecerá inútil, déjese llevar por su nuevo yo hegemónico y no compense su sufrimiento con la comida y con limonadas llenas de azúcar.
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    a Pereira le vino a la cabeza una frase que le decía siempre su tío, que era un escritor fracasado, y la repitió. Dijo: La filosofía parece ocuparse sólo de la verdad, pero quizá no diga más que fantasías, y la literatura parece ocuparse sólo de fantasías, pero quizá diga la verdad. Monteiro Rossi sonrió y dijo que le parecía una buena definición para ambas disciplinas.
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    Marta dijo: Señor Pereira, me gustaría bailar este vals con usted. Pereira se levantó, sostiene, le ofreció el brazo y la condujo hasta la pista de baile. Y bailó aquel vals casi con arrobamiento, como si su tripa y toda su carne hubieran desaparecido como por encanto. Y mientras tanto miraba al cielo por encima de los farolillos coloreados de la Praça da Alegria, y se sintió minúsculo, confundido con el universo. Hay un hombre obeso y entrado en años que baila con una joven en una plaza cualquiera del universo, pensó, y entretanto los astros giran, el universo está en movimiento, y tal vez alguien nos esté mirando desde un observatorio infinito.
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    ¿Cómo?, pensó, si resucito, ¿tendré que encontrarme a gente como ésta con sus canotiers? Pensó que se iba a encontrar de verdad con aquella gente del velero en un puerto impreciso de la eternidad. Y la eternidad le pareció un lugar insoportable, sofocado por una cortina nebulosa de bochorno, con gente que hablaba en inglés y que brindaba exclamando: ¡Oh, oh!
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    ¿quién podía tener el valor de dar una noticia de ese tipo, que un carretero socialista había sido asesinado brutalmente en Alentejo en su propio carro y que había cubierto de sangre todos sus melones? Nadie, porque el país callaba, no podía hacer otra cosa sino callar, y mientras tanto la gente moría y la policía era la dueña y señora. Pereira comenzó a sudar, porque pensó de nuevo en la muerte. Y pensó: Esta ciudad apesta a muerte, toda Europa apesta a muerte.
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