Por ello, tan pronto como se apodere de él la primera sospecha ya sólo verá signos de la traición, en buena medida porque, como señala Lacan, su radical certeza trasciende la realidad: «En él, no está en juego la realidad, sino la certeza. Aun cuando se expresa en el sentido de que lo que experimenta no es del orden de la realidad, ello no afecta a su certeza, que es lo que le concierne. Esta certeza es […] inquebrantable». Esta forma de fanatismo se traduce necesariamente en que el celoso siempre acierta: si sorprende a la amada traicionándolo, se sentirá íntimamente complacido, puesto que los hechos probarán lo que su certeza ya le había revelado; pero si no la sorprende jamás, no se convencerá de que estaba equivocado, porque su certeza es inquebrantable, de modo que seguirá intacta, como sus sospechas, que justificarán los interminables tormentos a los que someterá a su amada hasta que llegue el ineluctable día en que la sorprenda en flagrante delito. Tan inquebrantable es la certeza del celoso que, como señala Rosset en Principios de sabiduría y de locura, incluso el hecho de que jamás se pruebe la culpabilidad de su amada se convertirá en el signo inequívoco de su alevosía