Las durmientes

El miedo me lo quitó todo
menos la memoria.

No imaginé que se pudiera cargar con tanto dolor y seguir viva, como ella.

No hubo palabras, pero según él ese gesto sellaba un pacto.

El ciclo que nunca acaba.

No dejaría que nadie le robara sus sueños. Menos el fantasma de una mujer.

Sin embargo, una corriente fría le pegó por la espalda. No fue solo eso, sino la voraz sensación de espanto y desconsuelo aquello que lo hizo volverse sobre sí mismo.

Es que les pertenece a ellas, patroncito, a la mujer de negro y a la niña que llora. Locos e ignorantes, pensaba. Todo esto es mío. Mío y de nadie más.

Más que una casa colonial rodeada de vides, parecía un castillo desolado y cubierto de espinas.

Ardieron juntos, como iguales.

Aunque solo el alma de ella quedó entre los viñedos.

Y como la lluvia que aparece de repente en el campo, entendió cuál fue el verdadero destino de su propia madre.