Nos hallamos aquí ante un problema filosófico porque todas las otras ciencias dan por supuesto el hecho de que existen leyes. Las ciencias establecen leyes, las buscan e investigan; pero a ninguna de ellas le interesa lo que es una ley. Y, sin embargo, la cuestión no sólo parece lógica, sino importante. Porque, de admitirse la ley, se desliza en nuestro mundo algo así como un trasmundo. Ahora bien, lo trasmundo, lo ultraterreno es notoriamente desagradable, tiene algo de espectral. Realmente, valdría la pena desentendemos de estas leyes con una buena explicación...
De hecho, no faltan tales explicaciones. Cabe, por ejemplo, opinar que las leyes son entes de razón. El mundo sería, por decirlo así, totalmente macizo, material, de suerte que en él no podría en absoluto hallarse una ley. Las leyes serían puras ficciones de nuestro pensamiento. En este supuesto, una ley sólo existiría en el pensamiento del científico —de un matemático o físico, por ejemplo—. Sería una parte de su conciencia.
De hecho, esta solución se ha propuesto frecuentemente. Así, entre otros, por el gran filósofo escocés, David Hume, las leyes reciben su necesidad del hecho de que nos acostumbramos a ellas. Así, por ejemplo, al ver que muy frecuentemente dos y dos dan cuatro, nos acostumbramos a pensar que así es. Luego la costumbre se convierte en una nueva naturaleza y el hombre no puede ya pensar contra su costumbre. De modo parecido explican Hume y sus partidarios las otras supuestas características de las leyes. Al término de su análisis no queda ni una sola de tales características. La ley se revela como algo que se ajusta dócilmente a nuestro buen mundo del tiempo y del espacio, perecedero e individual.