Con frecuencia pienso en el niño de Hester y en el mío. Niños nonatos. Niños a los que, por su bien, les negamos la luz y el sabor salado del sol. Niños que nosotras indultamos pero a los que, paradójicamente, compadezco. Niños o niñas ¿qué importa? A ellos dos les canto mi antigua endecha:
La piedra de la luna ha caído en el agua
en el agua del río,
y mis dedos no han podido recuperarla.
¡Pobre de mí!
La piedra de la luna ha caído.
Sentada sobre la roca al borde del río
yo lloraba y me lamentaba.
¡Oh! piedra dulce y brillante,
reluces en el fondo del agua.
El cazador pasó por allí
con sus flechas y su carcaj:
Hermosa, hermosa, ¿por qué lloras?
Lloro porque mi piedra de luna
yace en el fondo del agua.
Hermosa, hermosa, si únicamente es esto,
te voy a ayudar.
Pero el cazador se sumergió y se ahogó.
Hester, mi corazón se hace pedazos.