En otras ocasiones, durante o después de la lactancia, el bebé lloraba y gritaba. Lo mecía por la casa, arriba y abajo, sumándome a sus llantos por mi propia ineptitud, excusándome por mi carácter ansioso y agitado, exactamente lo opuesto a lo que haría una buena madre. A veces lo odiaba porque me rechazaba rotundamente; «¡Cállate! ¡Si no te callas, me pego un tiro!», gritaba. Entonces, introducía mi pezón en su boca a empellones, y él se apartaba con una expresión de dolor en el rostro.
Lo dejé en el cochecito para no dañarlo más con mis tentáculos venenosos y me acurruqué en el sofá después de cerrar la puerta inútilmente para ahogar sus gritos, tapándome los oídos, gimiendo sin saber qué más hacer. Mientras, en el rincón de mi escritorio, mi máquina de escribir y mis cuadernos de notas, cubiertos de capas de polvo, se burlaban de mí