Adiós —replicó él con la mirada fija en el espacio vacío que sostenía entre sus manos. Dejó transcurrir un buen rato, hasta que estuvo convencido de que ahí no quedaba nada, entonces dejó caer los brazos, desprovistos de fuerza, inertes, se acercó a la escalerilla y, escalón a escalón, alcanzó la trampilla, que levantó sin demora, permitiendo que un haz de luz se colara en la estancia por la abertura. Atravesó el hueco y desapareció. La portezuela volvió a cerrarse de inmediato con un crujido, y la oscuridad regresó. Escuché el leve rumor de la alfombra al extenderse sobre la trampilla.
Y así, encerrada en el refugio, asumí la inevitable realidad de mi progresiva desaparición.