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María Bastarós

No era a esto a lo que veníamos

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    Se despiden sin besarse, con un abrazo que sabe a amistad antigua, pretendidamente eterna, sin saber que nunca volverán a verse.
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    él le pide opinión sobre los encuadres de sus fotografías. A ella le parece que podría recibir una buena paga por ese tipo de imágenes, que desprenden cierta sabiduría, cierto conocimiento de lo salvaje, de lo primitivo, hasta del dolor. Oskar se pregunta si hay trazas de su pasado allí expuestas, impresas en gelatina de plata, accesibles a la mirada de los otros. Si ha sido capaz de transformar su experiencia en otra cosa, si esas fotografías constituyen una suerte de exorcismo.
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    siente cómo la serpiente negra se repliega dentro de su estómago, cómo se enrosca hasta ocupar un hueco en el que, durante el día, pueda pasar desapercibida. Sabe que aprovecha las noches para campar a sus anchas y agitar sus sueños, para envenenar su sangre.
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    La ve sola en la cafetería, siempre escondida tras su móvil para ocultar las lágrimas, aunque todo lo que consigue es iluminarlas con la luz de la pantalla, dotarlas de un brillo azulado de ciencia ficción.
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    La chica se inclina y escucha el rugir de los animales salvajes, el aleteo de las mariposas, el correr del agua por los meandros y los saltos de río. Se seca las lágrimas y se gira: allí están sus compañeros, una masa informe encorvada sobre filas de ordenadores. Uno de ellos levanta la cabeza y la mira. Ella trata de buscar su reflejo en esos ojos, pero parecen muertos: dos canicas opacas color alquitrán.
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    –Te acompaño –dice, y camina a su lado por el suelo seco, naranja como lo era cuando la niña huyó de su casa. Andan en silencio. La mañana les ha robado la voz y la eternidad y ahora la niña siente cierta prisa, cierta culpa que comienza a rumiarle en las tripas como si la culpa pudiera tener una boca llena de dientes.
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    Visto de cerca, tiene las pupilas enormes, tanto que del iris se aprecia apenas una tira, del grosor de un hilo de lana. En el fondo de esos círculos negros la niña cree ver algo que se enciende y se apaga, como uno de esos peces de los documentales: criaturas que parecen todo cartílago, con tentáculos fosforescentes o linterna incorporada, que parpadean en el fondo abisal.
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    Sin las luces el desierto es solo negror, un negror inabarcable y a la vez apretado, asfixiante, como cuando una se queda atrapada dentro del jersey al quitárselo. La niña siente que los ojos se le congestionan, que corre el peligro de empezar a llorar. Y sabe, aunque nadie se lo haya dicho, que si llora todo irá a peor, que el mundo no es amable con quienes lloran.
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    Para espantar esa certeza la niña empieza a canturrear, primero bajito, y luego un poco más alto. Aunque le tiembla la voz, cuanto más alto canta más parece alejarse el miedo.
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    El dolor de tetas es un dolor nuevo y la niña intuye, con un instinto tan recién nacido como ese par de bultos, que pronto su cuerpo descubrirá dolores nuevos, que toda su anatomía se dirige imparable hacia aflicciones desconocidas.
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