George Sand

La niña duende

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    Bueno, pues nuestra Fanchon es una hechicera demasiado grande –replicó la comadre Barbeau–, y tanto lo es que había hechizado a Sylvinet más de lo que habría querido. Cuando vio que el hechizo era tan fuerte, quiso contenerlo o amenguarlo; pero no pudo, y nuestro Sylvinet, al ver que pensaba demasiado en la mujer de su hermano, se fue, a fuer de muy honrado y virtuoso, cosa en que la Fanchon lo apoyó y le dio la razón.
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    –Esta Fadette ya había previsto que llegaría a ocurrir –siguió diciendo la comadre Barbeau–. ¡Ya lo creo que lo había anunciado!
    –Da igual –dijo el compadre Barbeau–. Nunca entenderé cómo se le ocurrió eso de repente y cómo le vino un cambio así de talante, a él que era tan tranquilo y tan amigo de sus comodidades.
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    Fanchon tenía un corazón demasiado grande para no querer devolver bien por mal a quienes la habían juzgado equivocadamente. Incluso más adelante, cuando Landry hubo comprado una buena hacienda que llevaba a pedir de boca con sus conocimientos y los de su mujer, esta mandó edificar en ella una bonita casa para acoger a todos los niños desvalidos de la comuna cuatro horas todos los días de la semana, y se ocupaba ella personalmente, con su hermano Jeanet, de instruirlos, de enseñarles la religión verdadera e incluso de asistir en su miseria a los más necesitados
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    Sylvinet le había cogido a la Fadette un apego tal que no hacía nada sin consultarla y tenía tal ascendiente sobre él que parecía considerarla hermana suya. Ya no estaba enfermo y de los celos no quedaba rastro. Si a veces parecía triste aún y en las nubes, la Fadette lo reprendía y en el acto volvía a estar sonriente y comunicativo.
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    –Ahí tienes a Sylvinet que llevaba seis meses sin estar así; ha comido de todo lo que le hemos dado hoy sin hacer esas muecas suyas; y lo que no le cabe a nadie en la cabeza es que habla de la Fadette como del mismo Dios. No hay nada bueno que no haya dicho y se muere de ganas de que vuelva su hermano y se case. Es como un milagro y no sé si estoy dormida o despierta.
    –Milagro o no –dijo el compadre Barbeau–, esta muchacha es muy capaz y bien creo que tenerla en una familia debe traer suerte.
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    Pues no es un inválido y sabe dónde vivo.
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    Iré, puesto que le parece bien –dijo Sylvinet–. Hasta la vista, pues, Fadette; voy a levantarme aunque me duele mucho la cabeza por no haber dormido y haber andado desconsolado toda la noche.
    –Accedo a quitarle también este dolor de cabeza –dijo ella–; pero piense que será el último y que le ordeno que duerma bien esta noche.
    Le impuso la mano en la frente y, al cabo de cinco minutos, se sintió tan refrescado y consolado que no notaba ya dolor alguno.
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    Así que no vendrá esta noche? –dijo Sylvinet–. Estaba en que vendría.
    –No soy médico por dinero, Sylvain, y tengo más que hacer que atenderlo cuando no está enfermo.
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    Voy a marcharme y se levantará, Sylvain, pues ya no tiene fiebre y no debe andar regalándose mientras su madre se cansa atendiéndolo y perdiendo el tiempo en hacerle compañía. Luego comerá lo que le sirva su madre de mi parte. Es carne y ya sé que dice que está asqueado de ella y solo vive ya de hierbajos. Pero da igual, se forzará, incluso aunque le cueste, no dejará que se le note. A su madre le gustará verlo comer algo enjundioso; y, en cuanto a vusté, el asco al que se sobreponga y que disimule será menor la próxima vez y ninguno en la tercera. Ya verá si me equivoco o no. Adiós, pues, y que no me hagan venir por ahora por culpa suya, porque sé que no volverá a estar malo si no quiere estarlo.
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    Sentía que en el fondo tenía razón y que solo carecía de indulgencia en un punto: y era que parecía creer que él nunca había combatido su enfermedad y que había sabido de su egoísmo, sino que había sido egoísta sin quererlo y sin saberlo. Era algo que lo apenaba y lo humillaba mucho y le habría gustado darle una impresión mejor de su conciencia. En cuanto a ella, bien sabía que exageraba y le zarandeaba mucho adrede el ánimo antes de entrarle por la dulzura y el consuelo. Se esforzaba, pues, en hablarle con dureza y en parecerle airada mientras que, en su corazón, sentía tanta compasión y afecto por él que su fingimiento la ponía enferma y se fue más cansada de lo que quedaba él.
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