como si Xavier fuese una estatua esculpida para siempre, arrastrada por la nave, como si Lilia se hubiese detenido sobre una, cualquiera, de las olas que en apariencia carecían de sustancia propia, se levantaban, se estrellaban, morían, volvían a integrarse otras las mismas— siempre en movimiento y siempre idénticas, fuera del tiempo, espejo de sí mismas, de las olas del origen, del milenio perdido y del milenio por venir. Hundió el cuerpo en ese sillón bajo y cómodo.