el científico que inventó los fertilizantes nitrogenados modernos –un químico alemán llamado Fritz Haber– fue también el primer hombre en crear un arma de destrucción masiva, el gas de cloro, que vertió en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Su veneno verdoso mató a miles y dejó a incontables soldados arañando sus gargantas a medida que el gas burbujeaba dentro de sus pulmones, ahogándolos en sus propias flemas y vómitos, mientras que su fertilizante, que logró cosechar del nitrógeno que está presente en el aire mismo de la atmósfera, salvó a cientos de millones de la hambruna y alimentó nuestra actual explosión demográfica. Hoy en día el nitrógeno abunda, pero en siglos pasados hubo grandes guerras para acaparar mierda de murciélagos y aves, mientras que las tumbas de los faraones egipcios fueron saqueadas por ladrones que no buscaban oro ni joyas sino el nitrógeno escondido en los huesos de las momias y de los miles de esclavos que fueron enterrados junto a ellas.