Un día de principios de verano durante la década de los cincuenta, en un aeropuerto a las afueras de Tokio, una mujer apareció con un pasaporte expedido por una nación inexistente. Cuando los señores del control de aduanas lo señalaron a su atención, la mujer pidió un atlas, pasó las páginas de Europa y buscó con el dedo a lo largo de la frontera entre España y Francia. Decía que su país debería estar, más o menos, a la altura de Andorra, y conforme no lo encontraba se iba poniendo más y más nerviosa. Su pasaporte había recibido bastante uso y contaba con sellos de entrada de una gran cantidad de aeropuertos, hablaba varias lenguas y llevaba diversas divisas europeas en la cartera. Llamaron a la policía. Mientras revisaban sus pertenencias, la encerraron en una sala del aeropuerto, pues había empezado a ponerse histérica porque su país, al parecer, hubiera desaparecido.
Cuando, al cabo más o menos de una hora, el hombre abrió la puerta de la sala, la mujer había desaparecido sin dejar rastro.
Esta clase de acontecimientos tenía lugar un par de veces por década. La gente hablaba, con todo lujo de detalles y de manera convincente, de países inexistentes. Cada vez que leía una historia de esas, pensaba en lo inmensa que debía ser esa soledad: la de no compartir su mundo ni con una sola persona.