El diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial

Puede que su forma de quererme no fuera perfecta, pero me quería lo mejor que podía.

Cuando se trata de la muerte, sabemos que la risa y el llanto son casi lo mismo.

Y me di cuenta de que, sí, los indios estábamos alcoholizados y tristes y desplazados y locos y malhumorados, pero, maldita sea, sabíamos reír.

–El alcohol me bloquearía la vista y el oído y el tacto –solía decir–, ¿para qué iba a querer estar en el mundo si no pudiera tocarlo con todos mis sentidos intactos?

En el hospital, mi madre se lamentaba y lloraba. Había perdido a su madre. Cuando alguien, tenga la edad que tenga, pierde a un padre, creo que duele igual que si sólo tuviera cinco años, ¿sabes? Creo que todos tenemos siempre cinco años en presencia o ausencia de nuestros padres.

Por supuesto, desde que aparecieron los blancos y trajeron su cristianismo y su miedo a la excentricidad, los indios han ido perdiendo toda esa tolerancia.

Nunca había visto a un indio ponerse tan rojo. Entonces ¿por qué nos llaman pieles rojas?

Maldita sea, no podía dejar que soltaran algo así y siguieran como si nada. No sólo me estaba defendiendo a mí mismo. Estaba defendiendo a los indios, a los negros y a los bisontes.

Es un asco ser pobre, y es un asco tener la sensación de que, por algún motivo, te mereces ser pobre. Empiezas pensando que eres pobre porque eres tonto y feo. Entonces empiezas a pensar que eres tonto y feo porque eres indio. Y, como eres indio, empiezas a pensar que estás condenado a ser pobre.

La pobreza no te hace fuerte ni te da lecciones de perseverancia. No, la pobreza sólo te enseña a ser pobre.