Todos ellos sustentaban la creencia de que, para avanzar en el sendero espiritual, es imprescindible renunciar a los apegos con los que se alimenta el ego mundano: en especial, las posesiones materiales, pero también el hogar, comer en exceso, el bienestar, la sexualidad, las relaciones personales y la totalidad de los placeres sensoriales. La idea subyacente es que estas prácticas privan al ego –o yo falso– de todo aquello con lo que se identifica, matándolo de inanición, por así decirlo.