Las manos pequeñas

Ya no habría humildad ni súplica en su voz, como quien descubre algo terrible dentro de sí y ya no siente miedo ni vergüenza, sino arrogancia.

De la dulzura del juego no quedaba sino aquella hostilidad incomprensible

que habría sido muy fácil aplastar su violencia y su dulzura con la mano

Los hocicos se mancharon de sangre. Nos ha bían dicho que los tigres eran bonitos, nos ha bían mentido

y nosotras sentíamos más compasión por el elefante que por la foca, porque era más grande y más triste, porque nos parecíamos más

Hasta sus ojos pa re cían haber cambiado de color. Te nían al mismo tiempo una cualidad de sa fian te y hermética, como si la batalla se estuviese produciendo sólo en su interior y probara una absoluta indiferencia por lo que sucedía a su alrededor.

Tal vez también la bruja mala quería como nosotras y no sabía qué hacer con su amor y se alejaba llorando, tal vez había bajo su odio también una pequeña orquesta que cantaba el amor y la asfixiaba, y contemplaba la oscuridad de su amor como desde la ventanilla de un tren, pobre bruja mala que sufría de amor.

¿Era ella o nosotras? ¿La estábamos perdonando? ¿Era eso el amor: esas ganas de querer verla jugar siempre, ya siempre, un partido de baloncesto sin final, eterno, empatado o casi siempre empatado, para que fuera más emocionante?

Era como si comenzaran a sospechar lo brutales que pueden llegar a ser algunos gestos físicos del amor y tuvieran miedo de anticiparlos en el contacto de sus manos

Entonces parecía que la escena se modificaba y que los recuerdos eran cosas que se po dían sacar del bolsillo y poner sobre la mesa.