... Más a gusto estoy aquí, en el Purgatorio, que en la corte de Madrid. Un nudo de víboras traidoras –tu madre, la más gorda– era aquello. Purgo, sí, mis pecados, que fueron muchos y cocinados a fuego lento en el perol del corazón, donde se cuecen las maldades, es decir, los errores más grandes. El primero fue despreciarte con toda mi alma. Cuánto lloré el mismo día que te conocí. Casada por poderes, no daba crédito a mis ojos cuando vi al mozo ceporro, torpón, huevo sin sal, pomodoro gordo, sandía de Calabria que era mi marido. Eras el heredero del trono de España y las Américas, por título príncipe de Asturias, pero me pareciste, Fernando, copia neta de arriero o aguador sin cántaro. Nada había en tu físico ni tampoco en tus modales de distinguido o refinado. En días sucesivos te supe, además, ignorante y sin afición ni gusto algunos, ni por los caballos, que montar no sabías a tu edad, ni por la caza, oficio regio, ni siquiera por los libros. No hacías nada que no fuera seguirme como perrillo faldero de estancia en estancia, hablando de la cena de ayer o del paseo de hoy, cosas siempre banales y como sin venir a cuento.