lguna vez, el periodista Julio Scherer García le pidió a Ernesto Zedillo que le hablara de su amor por México. Le sugirió que hablara del arte, de la geografía, de la historia del país. De sus montañas y sus valles, sus volcanes, sus héroes y sus tardes soleadas. El expresidente no supo qué contestar. Hoy es probable que muchos mexicanos tampoco sepan cómo hacerlo. Hoy el pesimismo recorre al país e infecta a quienes entran en contacto con él. México vive obsesionado con el fracaso. Con la victimización. Con todo lo que pudo ser pero no fue. Con lo perdido, lo olvidado, lo maltratado. México estrena el vocabulario del desencanto. Se siente en las sobremesas, se comenta en las calles, se escucha en los taxis, se lee en las pintas, se lamenta en las columnas periodísticas, se respira en los lugares donde aplaudimos la transición y ahora padecemos la violencia.
México vive lo que el politólogo Jorge Domínguez, en un artículo en Foreign Affairs, baut izó como la “fracasomanía”: el pesimismo persistente ante una realidad que parece inamovible. Muchos piensan que la corrupción no puede ser combatida; los políticos no pueden ser propositivos; la sociedad no puede ser movilizada; la población no puede ser educada; los buenos siempre sucumben; los reformadores siempre pierden.