Había algo fantasmal en aquella reunión, algo artificial, como si cada uno de los huéspedes jugara un papel ya representado muchos años antes por los verdaderos protagonistas de alguna comedia que Verónica ignoraba, pero que al mismo tiempo conocía a través de la literatura, del cine y de los periódicos de la década de los años veinte. “Son todos unos impostores”, se dijo, al tiempo que los observaba; sin embargo, cada uno de ellos parecía sumergido en una tragedia personal que los unía para pulverizarlos, ya que era la misma tragedia para todos.