Su tía, dos años mayor, trabajaba en una fábrica textil, donde su madre también entró como empleado. Empezaron a vivir juntas en un cuartucho de apenas siete metros cuadrados. Sus compañeras de trabajo eran jóvenes de edades similares. Tenían más o menos el mismo nivel de educación y también eran originarias de familias con similares condiciones económicas. Todas carecían de experiencia y, por eso, creían que era normal trabajar largas horas sin poder dormir, descansar o comer. Las sofocaba el calor que expulsaban las máquinas tejedoras. Aunque se recogieran las faldas, ya de por sí cortas, el sudor les caía por los codos y los muslos. De respirar tanto polvo en la fábrica, muchas sufrían enfermedades pulmonares. Y el miserable salario que cobraban tras trabajar día y noche —solían tomar pastillas para mantenerse despiertas— se destinaba en gran parte a los estudios de sus hermanos varones.