En lo que se refiere a los libros, el mejor orden no puede sino ser plural, al menos tanto como lo sea la persona que usa esos libros. Debe ser, además, sincrónico y diacrónico a la vez: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano en un momento determinado), técnico (alfabético, lingüístico, temático). Está claro que la yuxtaposición de estos criterios tiende a crear un orden por parches, muy cercano al caos. Lo cual puede suscitar, según el momento, alivio o incomodidad. La única regla áurea es la del buen vecino, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil que el que buscábamos. He experimentado personalmente la verdad de esta regla durante mi estancia en Londres, hacia mediados de los años sesenta, para escribir mi tesis sobre Los jeroglíficos de Sir Thomas Browne. Dividía mis días entre el British Museum (todavía en la admirable Sala Panizzi, ya inexistente) y el Warburg Institute, a unos diez minutos de distancia. En el Warburg, donde cada lector puede tomar por sí mismo los libros que necesita, no pocas veces me encontré descubriendo esos buenos vecinos.