Claudia Casanova

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    Tres años ya. Tres años desde que me senté allí, con la lamparilla de mi gemelo en la mano, mientras él desaparecía en la noche, esfumándose tan rápido como se apaga una cerilla
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    Incognito. Desconocido.
    Casi se palpaba la decepción de papá en esa palabra de tinta reseca. En su último viaje, mareas poco favorables lo obligaron a regresar a Joya antes de tiempo y no pudo repetir la travesía de aquella gran extensión de territorio salvaje antes de la llegada del Gobernador a nuestra isla
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    Siempre había sido como una señal de que papá y mamá estaban hechos el uno para el otro; el cartógrafo y la heredera del mapa
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    Sabía que papá soñaba con llenar el vacío en sus mapas de Amrica, mientras que yo ansiaba más que nada en el mundo cruzar la frontera del bosque y explorar los Territorios Olvidados que había más allá, aunque jamás se lo había confesado.
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    Cada uno de nosotros lleva el mapa de su vida en la piel, en la manera en que camina, hasta en cómo ha crecido, solía decir papá. ¿Ves? Aquí la sangre de mi muñeca se ve negra, no azul. Tu madre siempre decía que era tinta, y que yo era cartógrafo hasta en lo más profundo de mi corazón.
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    Pablo era un milagro. Siempre nos había asombrado a Gabo y a mí, como al resto de habitantes del pueblo, porque era muy fuerte. A los diez años era capaz de levantar a sus padres, uno en cada brazo, por encima de los hombros. Cuando Pablo te llevaba a caballito, era como volar, pero hacía mucho tiempo que no lo veía.
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    Recuerdo eso, el dolor de barriga de tanto reír. Me volvió a doler igual dos meses más tarde, cuando mamá murió, pero no fue porque me riera. Fue un dolor más agudo y nadie nos sacó del pozo esa vez. Pasaron tres años y las mismas fiebres se llevaron a Gabo. Y tres años después de eso, el recuerdo de la mina de barro aún me provocaba un nudo en la garganta.
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    Soy su madre. Me dijo que erais amigas. Pensé que tal vez sabrías dónde está.
    Me sentí incómoda. Era cierto que, de entre todos los niños de la escuela, yo era la que mejor se portaba con Cata, pero no éramos amigas. Cata era muy reservada y la mayoría de niños la ignoraban.
    —Lo siento —quise decir—. Yo no…
    —La he buscado por todas partes. No estaba en casa cuando me desperté y…
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    ¡Isa!
    Me di la vuelta y vi a Lupe corriendo hacia mí por la plaza, con su bolsa al viento. Los otros se apartaron de ella. La hija del Gobernador no tenía muchos amigos, aunque eso a Lupe no le importaba demasiado o, al menos, no hablaba de ello.
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    Hacíamos una extraña pareja, Lupe y yo. Ella era casi tan alta como un chico y yo, más pequeña, no le llegaba al hombro. Parecía todavía más alta después de no habernos visto durante todo un mes. Su madre no estaría contenta: la señora Adori era una mujer menuda y elegante, de ojos tristes y gélida sonrisa. Lupe decía que nunca la había visto reír y que decía que las niñas no deberían correr ni tenían derecho a ser tan altas como ahora Lupe.
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