La niña lemuria (si así podía llamarla) se sintió tan confiada de nuestra amistad que mandó llamar al lemurio mayor (¿su padre?) para demostrarle que yo no era ni tan peligroso ni tan criminal como le habían dicho, e hizo una demostración de dominio: me alimentó, me acarició la cabeza y nos estrechamos mutuamente. Yo me comporté como el más dulce de los gatitos, creo que hasta le lamí la mano.