Lola Bermúdez Medina

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    Eran siete y hacían rancho aparte, siempre aislados, ariscos, desconfiados, temerosos. La expresión «hombro con hombro» está quizá algo devaluada, pero nunca me pareció más acertada.
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    En Kabul, era funcionario, estaba bien situado, pero luego vinieron los talibanes. ¿Afganistán? No se hacía ilusiones: el país estaba jodido. La prueba: a muchos afganos, Irán les parecía un paraíso, que ya es decir.
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    La idea le iluminaba el rostro, y el afgano, que se habría recriminado contrariar aquel ingenuo entusiasmo, no se atrevía a revelarle su verdadero destino.
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    Habib se aplicaba y rellenaba su cuaderno —ich bin, du bist, er ist, etcétera— y, día tras día, los progresos del alumno eran el orgullo del profesor. Encaramada al samovar, nos esperaba la tetera, el té humeaba en los vasos, Habib y Dhananjay trabajaban y yo los escuchaba canturrear una melodía infantil: Grün, grün, grün sind alle meine Kleider…
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    Eran varios los que trabajaban en aquel albergue. Y al frente de aquel reino de efímeros súbditos estaba Sheyda. No hacía falta pedirle su opinión, la llevaba encima: una larga cabellera morena sin velo. Desde que se quitó el hiyab, su tío la llamaba dokhtare sabok, «chica fácil». El término me era familiar. Algunos meses antes, conocí a Suzanne, francesa de padres iraníes, abogada y autora de una novela sobre su país de origen
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    explicó que existe todo un campo léxico en farsi para denigrar a la mujer libre. «A una chica que se acuesta a diestro y siniestro, los iraníes la califican como kharab. Estropeada. Defectuosa. Un juguete roto es un juguete kharab. Una fruta podrida es una fruta kharab. Descompuesta. No apta para el consumo. Lo que está kharab se elimina, se tira.
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    Uno puede casarse con ellas, a condición de que tengan menos de treinta años. Treinta años es la edad fatídica, la edad guillotina. Después, la chica se convierte en torshideh. Torshideh es la acidez de la leche cortada, el dudoso sabor de la comida en mal estado.»
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    Para Sheyda, no había ninguna sombra de duda: si se atrevía a echar pestes del Líder Supremo y de los mulás de la República Islámica y de toda aquella mierda, era solo para ganarse la confianza de los charlatanes imprudentes. No, ninguna duda, aquel tipo formaba parte del Basij. «Ten cuidado con él», me advirtió Sheyda. «Es un basiyí. Un puto basiyí.»
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    Desde hacía cuarenta y tres años, o incluso más, el miedo era para el pueblo iraní un compañero asiduo, la mitad fiel de la vida. Los iraníes vivían con el gusto arenoso del miedo en la boca. Solo que, con la muerte de Mahsa Amini, había sido silenciado: se había desvanecido en pro del coraje.
    Coraje para hacerle la guerra a un régimen sobre el que vomitaban. Pues se trataba de eso, de una guerra. Una guerra de desgaste, asimétrica: por un lado, estaban los que tenían las porras, los gases lacrimógenos, los escudos y las ametralladoras, los que practicaban las detenciones arbitrarias, los juicios rápidos y los ahorcamientos al alba; por el otro, los que solo tenían voz. ¿Cómo se hace la revolución cuando solo se tiene la voz?
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    . Y el miedo paraliza. El miedo es el arma más inequívoca del poder. Pero desde hace poco el coraje le ha ganado la partida al miedo.
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