la estación estaba adornada con guirnaldas de flores, y también colmados de rosas rojas estaban los arbustos del valle. Rosas y trigo: amor y fortuna, todo nos sonreía.
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Deliberadamente me había comprado un sombrero de paja de Florencia, flexible y ligero como una gran mariposa, con una cinta carmesí agitada por el viento, similar a las que llevaban las heroínas de Alejandro Dumas hijo.
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La realidad destruyó el sueño presuntuoso en la primera parada del pequeño tren.
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No, el mundo no es todo nuestro. ¡Todos se lo disputan! La pequeña estación en medio de los prados parecía invadida por un rebaño y el trencito fue tomado por asalto, como los que en verano parten desde la ciudad hacia las playas; pero esta era una multitud más prepotente e ingrata.
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Son reclutas –me explica mi marido–. ¿No adviertes al sargento que los dirige? De hecho este sube a nuestro compartimiento, y dado que la tercera clase no basta para todos, es seguido por algunos de sus subalternos.
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